martes, 10 de noviembre de 2009

El quimérico inquilino


Película dirigida y protagonizada por Roman Polanski en 1976. Ocho años después de La semilla del diablo. En la sinópsis te ponen lo siguiente: el dependiente Trelkovski ocupa un apartamento cuya antigua inquilina se ha suicidado. Es suficiente con saber esto, porque en realidad no te cuentan absolutamente nada. Basada en una novela de 1964 de Roland Topor rescatada por la editorial Valdemar, el terror es de los más espeluznantes y desagradables que he podido ver, y estoy deseando leerme la novela ( a pesar de conocer lo que motiva el suspense, es interesante comparar los dos planteamientos, el fílmico y el literario con una estructura que consiga captar la atención en escalada progresiva aun a disgusto del propio espectador o lector, según el caso). El terror se crea con la atmósfera, con los silencios y con los equívocos, pero también con las transformaciones psicológicas del protagonista. Y así se crea una atmósfera extraordinaria. Se crea la atmósfera con mayúscula. A través de nuestro héroe anodino descubrimos un mundo hostil. Advertimos la mesura con la que está contada esta historia, los giros de un género a otro: de la narración clara y clásica a un cambio de perspectiva donde el punto de vista cobra protagonismo, donde el punto de vista es la verdadera realidad de entre muchas que también lo son.
No se debe contar nada de la película y por eso se hace complicado recomendarla. Podríamos como en una argumentación medieval describirla diciendo lo que no es. Decir por ejemplo que no es una película de sustos, que no es una película agradable de ver, que no es la historia común de un común individuo. Y decir que nada de lo anterior es cierto.
Los diálogos son importantes, son brillantes. Quédense con la parte de los cigarrillos americanos casi al principio cuando el inquilino se toma un café en su recién estrenado barrio, frente a su nueva casa. No hacen sino compararlo con el antiguo inquilino, de forma persistente aunque indirecta, a través de los gustos y las costumbres del otro. El correcto Trelkovski, el perfecto joven burgués que sólo persigue mantener ciertas costumbres burguesas: cumplir sus horas laborales, cumplir con su casero, cumplir con sus vecinos, mantener las apariencias y convencerse de que son las correctas. Sin embargo va entrando en una espiral de complicaciones que lo hacen rebelarse y ofrecer un espectáculo desagradable, con repetidas situaciones frustrantes, pero que suponen la metáfora perfecta de una sociedad terroríficamente correcta. Y el espectador como un ciego es guiado hacia el precipicio y también se interroga y se disgusta. El talento del guión provoca que nos desvíemos lo justo todo el tiempo del verdadero protagonista: el quimérico inquilino. Quizás podríamos pensar que esta quimérica historia crea a unos espectadores también quiméricos. Extraordinario.
Óscar H.

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